Don Draper
es el hombre hecho a sí mismo, el tipo que renació entre las cenizas convertido
en otro e inició el camino hacia su sueño: ser el macho alfa. Y lo consigue. Es
el hombre que todos quieren ser o tener. El valor principal de la compañía de
publicidad, el genio creativo que vende felicidad.
Pero no
consigue ser feliz.
A lo largo
de la serie hemos asistido a sus continuas crisis de identidad, y contemplamos
el modo en que logra sobrevivir a ellas, haciendo lo que mejor sabe hacer:
crear, idear una nueva campaña publicitaria. Porque uno no es lo que tiene,
sino lo que hace. Y se siente bien cuando se dedica a hacer lo que se le da
mejor, y de la mejor manera posible. Es entonces cuando Don Draper alcanza el
clímax, cuando encuentra el qué, el cómo.
Ya lo dijo
Aristóteles —cómo no iba a haber un griego que lo dijera antes—, ese estado de
sumo bienestar que llamamos «felicidad» es una actividad. No es un fin que se
alcance siendo el más guapo, el que más liga, el que más bienes posee. Se llega
a ella realizando esa actividad con la que disfrutamos, aunque consista en
vender una felicidad falsa. ¿No es esa la principal tarea de un publicista?
Un rato
después de despedirme de ‘Mad Men’, de ver por última vez a su protagonista, me
vinieron a la mente unas palabras de Pep Guardiola al recibir la Medalla de Honor del Parlament de Catalunya. Habló del momento en el que se encierra a
estudiar al próximo rival al que ha de enfrentarse el equipo, a planificar el
próximo partido, del momento en que se da cuenta de cómo plantearlo y de la
sensación que experimenta entonces. Es el momento de «joia» (gozo, alegría).
«Es una sensación que dura apenas un minuto, un minuto y veinte segundos
quizás, pero es lo que da sentido a mi profesión», dijo el entrenador. Así es
como entiendo la última imagen de Don Draper, esos segundos en los que el
protagonista de ‘Mad Men’ comprende dónde se halla «la chispa de la vida».
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