Para ir abriendo el apetito dejo en esta entrada el prólogo y primer capítulo de la novela Como la seda, que ahora, además de la edición publicada por Temas de Hoy, también podéis encontrar en versión digital en cualquier portal digital.
Prólogo
Extraje la falda de tubo de su envoltorio. La coloqué sobre mi cuerpo, sujetando las costuras y pegándolas a un lado y otro de la cadera. Aunque volvía a comer con normalidad, la talla S aún me quedaba bien.
Dejé la prenda sobre la cama y saqué el otro paquete, de menor tamaño. Eran las medias verdes. Despegué el adhesivo y deslicé la pieza de cartón que evitaba las arrugas. Abrí la tira de blonda e introduje el puño para comprobar la transparencia.
«Le va a encantar», dije en voz alta, aunque nadie podía escucharme.
Capítulo I
La culpa de que esté escribiendo estas páginas la tiene la ex de mi novio. Bueno, ella y mi terapeuta, quien sugirió que contara mi vida al papel, ya que era incapaz de explicársela en la consulta. Y es que, a pesar de que mientras escribo se me caen lágrimas del tamaño de unas albóndigas, soy de las que piensan que eso de deprimirse es una indecencia para los que vivimos en un país que se permite el lujo de tener psicólogos.
Además, yo siempre he sido una persona fuerte ante mis problemas y demasiado blanda con los demás, la muleta en la que otros se apoyan. La que escucha y no necesita desahogos. Para colmo, encarno a ese tipo de mujer que otras desearían ser: la que vive de la profesión que ha elegido y comparte hipoteca con su pareja. Por eso, cuando el médico dijo «depresión», creí que hablaba de otra, y ahora, un par de meses después de mi hundimiento, sigo sin entender cómo he caído en una crisis emocional de estas dimensiones.
El caso es que la psicóloga me exige sinceridad absoluta si quiero salir de ésta. De ahí que, por muy ofensivo y desagradable que parezca, tenga que acusar a Elvira, la ex de mi pareja, de todo lo que me ocurre.
Mi madre suele decir que una mujer, cuando es mala, es más mala que la quina, y Elvira es una de esas. Suena muy feo, lo sé. Pero es la pura verdad. He necesitado cinco años para averiguar en qué fregado me había metido. (Nota: tengo que enterarme de una vez por todas de qué es «la quina»; es imperdonable en una periodista que consulte el diccionario con tan poca frecuencia.)
Si alguien me preguntara con qué animal me compararía en estos momentos, diría «con el mosquito hembra» —dicen que son las hembras las que pican—, que volaba con la seguridad de quien posee un arma de ataque portentoso, que domina el espacio aéreo, y quedó atrapado en una tela de araña que habían tejido lenta y concienzudamente. De pronto, fue como estar cubierta de un líquido pegajoso y agoté mis fuerzas intentando liberarme de aquella viscosidad hasta caer grogui.
Así llegó el día en que decidí que no podía con mi vida y que pasaría el resto escondida bajo la manta. ¿Qué tuvo de extraordinario? Pues, sinceramente, nada. No pasó nada trascendental. Ni recibimos un paquete bomba ni llegó un fax del grupo editorial comunicándonos el despido de toda la plantilla. Qué va. Por aquel entonces nadie sabía nada de la crisis venidera. Fueron los problemillas de siempre, los que tenemos todos, que a veces se funden hasta crear una bruma que te impide ver los auténticos motivos de tu malestar, los que te tiran al pozo, tan invisibles como los hilos de esa trampa.
Ese día era, por supuesto, un lunes. Había llegado al Week Magacín una hora antes para quitarme de encima una de las secciones de las que me encargaba desde hacía seis meses. Se trataba de responder a las consultas «sexológicas» que los lectores enviaban a la revista creyendo que la escribía una actriz porno. «Pregúntale a Candice» se llamaba la sección, ilustrada con las fotos eróticas de la artista.
—Tienes que utilizar un tono morboso, pero elegante —me indicó Javier Benítez, el jefe de redacción, sin abandonar su habitual aire de suficiencia.
Morboso, como lo que se esperaba de una actriz como Candice, y elegante para que los anunciantes no consideraran que sus relojes elegantes, sus coches elegantes y sus trajes elegantes no eran dignos de publicitarse en aquellas páginas.
—A mí me da igual —prosiguió Javier—, pero ya sabes cómo son esos señores de los consejos de administración. Se reúnen alrededor de su larga mesa de madera maciza, hojean nuestro semanario y, de repente, alguno pregunta enfadado que cómo es posible que publiquen un anuncio de su producto en una revista que usa expresiones como «chupar la polla».
—¿Y no les importan las tetas siliconadas de la portada?
Javier me penetró con la mirada, una penetración sin connotaciones lascivas.
—No, las fotos no les importan —sus palabras sonaron tan secas y duras como suelo encontrarme la bayeta de la cocina a la vuelta de vacaciones.
Las primeras tres semanas desde el estreno del consultorio llamé a Candice para saber qué respondería ella. Me pareció lo más correcto, pero no lograba entenderla. No porque fuera extranjera, de hecho la chica había nacido en Murcia, sino porque, aunque yo no era ninguna diosa del sexo, mi intuición periodística me decía que, si no quería que algún lector saliera lastimado con aquellos consejos, tendría que asesorarme con otros especialistas en la materia.
Así fue como me hice con varios manuales de sexualidad que ocuparon el poco espacio del que disponía en el trabajo, y con una de las mejores agendas de sexólogos que deben existir en el país. Un exceso de información en realidad, ya que los lectores hacían, semana tras semana, las mismas preguntas, y mi dificultad estribaba en encontrar palabras diferentes para decir exactamente lo mismo.
Para colmo, el encargo del jefe de redacción no ayudó, como esperaba Ernesto, a sacar mi libido del congelador. Más bien al contrario. Tratado desde una pseudointelectualidad periodística, el sexo acabó provocándome auténtico hastío.
Ernesto es mi pareja, el que tiene esa ex.... Pero sobre él hablaré luego.
A las nueve y media, mientras respondía por enésima vez a la consulta «Me gusta el coito anal, pero a mi novia le duele. ¿Cómo tengo que hacerlo para que no le cause daño?», Berta, la secretaria y pelota honoris causa de la directora, se acercó a mi mesa y me miró concupiscente a través de sus lentes progresivos.
Días atrás, se había fotografiado con diferentes modelos de gafas para enseñárselas a Pilar Galdón, la directora, que después de contemplar unas veinte instantáneas en la pequeña pantalla de la cámara digital, se decidió por unas con el frontal plateado y las patillas de color blanco. Las que ahora descansaban sobre su nariz puntiaguda y altiva.
—Gloria, creo que tendrías que venir a los servicios.
La miré sin entenderla. Mi mente aún permanecía sumergida en la estimulación de los esfínteres.
—Es Sara. Se ha encerrado en el lavabo y no deja de llorar. He intentado hablar con ella, pero no me escucha.
Miré el reloj. Era la hora en la que Sara Villanueva y yo desayunábamos cada mañana. Moví el ratón para guardar el texto y me levanté en dirección a los servicios. Berta me seguía. Nada le causaba más morbo que los disgustos ajenos, especialmente si eran de otras mujeres. Busqué entre mis células grises un argumento para apartarla del camino, pero no hallé nada. Mi amiga Sara sollozando en uno de los cubículos de los servicios… Buf, hubiera necesitado un tanque para frenarla.
Además, Berta era una trepa ávida de información manipulable. Algunos sospechábamos que ejercía de espía de la directora, y que su próximo objetivo era el puesto de Sara en la redacción. Por lo visto, Berta creía que escribir cartas sin faltas de ortografía ni errores gramaticales era suficiente para trabajar como periodista, y si había unas páginas de la publicación que codiciara eran, sin duda, las que redactaba Sara: unos breves sobre el mundillo del famoseo.
—Sara, cariño, sal de ahí, anda. Vámonos a desayunar.
Sara continuaba sollozando, sentada sobre la tapa del váter, y se negaba a abrir la puerta que yo golpeaba con los nudillos una y otra vez.
—¡Es un cabronazo, Gloria! Hip, hip. Un auténtico cabronazo egoísta. Hip, hip.
La presencia de Berta, que se relamía de gusto tras aquella careta de supuesta preocupación, me impedía animar a Sara para que me explicase qué había sucedido.
—Vale, ¿por qué no me lo cuentas aquí fuera?
Los sollozos de Sara se volvieron más suaves, pero continuaba atrincherada en su escondrijo. Mi masa encefálica seguía sin encontrar la fórmula para eliminar a la secretaria del escenario, cuando la solución quita-Berta se acercó por el pasillo dando instrucciones a la recepcionista.
—Tengo que estar en maquillaje dentro de media hora. Avísame en cuanto llegue el coche.
Era la voz de la directora, que, cual arpón cazatiburones, sacó a Berta de los servicios de mujeres para interponerse entre la lengua de la recepcionista y el culo de la jefa, imagen mental que intenté apartar de mi cabeza lo antes posible.
La secretaria veía en cada empleado a un rival que podía arrebatarle su puesto de planta trepadora, desde el vigilante del vestíbulo hasta la mujer de la limpieza, y como una fan loca que cree ver a su ídolo, salió disparada al pasillo.
—¡Pilar! ¡Por fin tengo las gafas! —se hizo un pequeño silencio—. Son las de Loewe, las que te gustaban.
—No recuerdo. Te quedan muy bien, dan mucha luz a tu cara.
Tenía que actuar con rapidez.
—¡¡¡Vamos, Sara!!! ¡¡¡Sal inmediatamente de ahí, antes de que entre nadie más!!!
Mi tono de mamá autoritaria despegó sus nalgas de la tapadera del váter.
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