A mí lo de «segunda mujer» nunca me ha gustado, y lo de «madrastra» para qué contarte. Y tú, ¿cómo lo llevas?
Cómo ser mujer de papá y no morir en el intento
¿Cómo nos llamamos? ¿Qué nombre ponernos? En la vida privada es relativamente fácil: mi pareja siempre me presentó como «mi mujer», incluso antes de casarnos. Pero en los artículos y en los libros sobre esta figura que junto a su pareja y los hijos de un matrimonio anterior componen un nuevo modelo de familia, la verdad, todavía andamos en busca de una palabra con la que mencionarlas, una manera de llamarnos con la que nos sintamos cómodas. ¿La segunda mujer? ¿La segunda esposa? ¿La mujer actual? Cualquiera de estos nombres sirven para destacar, para recordar, que hubo una primera.
Por esta razón, el primer libro que escribí sobre las mujeres que se emparejan con hombres separados se acabó llamando Él está divorciado. Aunque no era mi propuesta. Yo quise titularlo Mi amor está divorciado para no dar lugar a equívocos sobre la temática del libro; y a mi editora le encantaba, pero al resto del equipo le pareció ñoño. No sabían que la gente se quitaría de encima los pudores, que el amor iba a ponerse de moda, que aquello de «compañero» y «compañera» que parecía tan progre iba a quedar en desuso, que ya no parecía de modernos sino de cobardes, que seríamos capaces de pronunciar los «marido» y «mujer» de toda la vida sin que las palabras escondieran un significado de «propiedad».
Y sucedió tal como predije: los periodistas que me llamaban para concertar entrevistas creyeron que se trataba de un libro sobre el divorcio. «Habla de los conflictos ante los que se encuentra la mujer que se enamora del separado», tenía que repetir yo. Años después, el título Segundas esposas, que fue publicado por otra editorial, servía para clarificar el asunto, pero, como decía, no es un nombre que nos guste mucho.
Se entiende, pues, que en su maravillosa novela Rebeca, Daphne du Maurier tampoco diese nombre a la auténtica protagonista de la obra, la nueva señora De Winter que es, además, quien relata una historia de auténtico terror psicológico. La segunda esposa del señor De Winter las pasó canutas por culpa de ese fantasma, el de la difunta primera señora, y el ama de llaves. Pero en Manderley no había niños, de modo que se libró del calificativo de «madrastra», el peor de los nombres posibles gracias al bonito favor que nos han hecho los cuentos populares. Qué manera de asustar a esas criaturas que habían perdido a su madre. Me los imagino dando vueltas con la cuchara en el plato de lentejas, preguntándose si habrían untado el veneno en el trozo de chorizo.
El caso es que en nuestra sociedad se ha impuesto ya la monogamia sucesiva, pero seguimos sin saber de dónde sacar modelos que nos guíen para movernos en estas nuevas relaciones, casi siempre complejas y difíciles. Romina, por ejemplo, de 37 años, lleva cuatro viviendo con Juan. Cuando empezaron a salir, María tenía un año. Fue un principio duro, según explica esta mujer, porque ella misma se automarginaba, se sentía desplazada de una familia que ya existía antes de que ella llegara. Estaba conociendo a los dos a la vez: a Juan y a su hija. Ahora quiere a la niña y sabe separar la relación que mantiene con ella y la que le une a Juan. Dice que ha tenido suerte porque María es inteligente y educada, y no solo no crea conflictos entre ellos, sino que suele calmar las tensiones. María sabe utilizar todos los trucos de niña coqueta con su padre, y él no lleva bien el hecho de verla tan poco tiempo, dos fines de semana al mes, pero esto no las convierte en rivales, sino en cómplices. Por principio, Romina deja que sea únicamente él quien la eduque y se limita a hacer de amiga.
Lourdes, de 30 años, que también está divorciada, pasa dos fines de semana al mes y 15 días de verano con los hijos de su pareja, Manuel, quien la tiene más enamorada aún por «lo madraza que es», dice ella entre risas. Manuel tiene tres hijos: dos mellizos de cinco años y una niña de tres. Lourdes comenzó a conocerles desde muy pequeños porque Manuel los llevó a dormir a la casa que compartían nada más comenzar la relación. Ella se puso muy nerviosa, sin saber cómo vestirse, con el temor de no caerles bien. Ahora reconoce que los niños son agotadores y que a veces necesitan descansar de ellos, pero le encantan y cuando regresan con la madre los echa de menos. Durante los 15 días de vacaciones que pasan todos juntos, procuran organizar encuentros con otras parejas que también tienen niños. Lourdes quiere tener hijos propios, y ya tiene claro que la pareja necesita mucha intimidad para no caer en la rutina, de modo que, cuando nazcan, los dejará de vez en cuando con los abuelos para poder estar a solas con su pareja.
Y ha llegado el momento de hablar de Gloria.
Después de que Gloria (nombre cambiado como el de las demás personas citadas) me revelase su testimonio, decidí convertirla en uno de los personajes de La aventura de ser una single. Y, más tarde, añadí ficción a su vida real y pasó a ser la protagonista de la novela Como la seda.
Gloria reconoce que durante la relación que mantiene con Ernesto, con quien comenzó a salir cuando tenía 30 años, ha habido de todo, también fases muy dolorosas, y que, aunque Diego, el hijo de él, parecía encantado de que su padre tuviese novia, después se sintió celoso, como si temiera que le desplazaran, y que Ernesto se hizo un lío con los papeles que les tocaba desempeñar a los miembros de esta familia. A menudo tomaba decisiones con el hijo cuando tendría que haberlas tomado con su pareja, con Gloria, y fue ella quien comenzó a sentir, entonces, que la dejaban apartada. «Temí perder la cabeza, creía que sufría una especie de ‘síndrome de Rebeca’ porque sospechaba que Diego era manipulado por su madre. Y resultó que no eran visiones mías. De niño parecía sufrir una especie de secuestro mental, pero cuando llegó a la adolescencia estalló. Para él fue un horror descubrir que a la madre no le importaba su felicidad, que lo había utilizado como un arma con el que amenazar continuamente nuestra estabilidad».
Sin embargo, lo superaron y continúan juntos.
Y así son las nuevas familias. Nos casamos, nos divorciamos, nos volvemos a casar o convivimos sin casarnos. A veces tenemos hijos, a veces no, y otras venimos con nuestros hijos y tenemos más niños con otra persona. En algunos casos la cosa acaba en naufragio, en otros funciona y salimos todos a flote, siempre que, como dice Gloria, «reconozcamos que los conflictos existen, pues hay que aceptar que los problemas están ahí para poder superarlos».
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