Los complejos te atormentan? ¿Te refugias en la soledad porque no puedes con ellos? Aquí dejo alguna confesión personal y consejos de los expertos.
Claves para superar los complejos
Últimamente me da por las confesiones personales. Y esta vez voy a hablarte de mis complejos. Los que tuve en el pasado, claro. Ahora no, ahora soy una diosa, como todo el mundo sabe.
Me acordé de ellos, de mis complejos, mientras leía una estupenda novela de Rosa Ribas, Don de lenguas. Ambientada en los años 50, en la ciudad de Barcelona, la novela me hizo revivir algunos momentos de mi infancia con un poco de nostalgia (hasta compré un jabón de Heno de Pravia, con eso te lo digo todo), al tiempo que me alegraba de no haber tenido que sufrir aquella época de dictadura, represión y pobreza.
Pero a lo que iba, al asunto de los complejos. Me acordé de los míos cuando llegué a este diálogo de la novela:
«—¿Sabes que al principio del Portal del Ángel quieren poner un termómetro gigante? Será el termómetro más grande del mundo, de más de veinte metros, recorrerá toda la fachada de la óptica Cottet y funcionará con luces. Cada grado de temperatura es una lámpara roja que se iluminará.»
Ese termómetro, el que ves en la foto de al lado, es una de las cosas que más me impresionaron cuando mi familia y yo llegamos a Barcelona, en el año 1975. Poco imaginaba entonces el significado que tendría ese lugar en mi vida. Porque fue ahí, en la óptica Cottet, donde tuvo lugar el hecho que marcó un antes y un después.
El acontecimiento fue el siguiente: me quitaron las gafas.
Así es. Yo tenía 14 años, y llevaba gafas desde que tenía dos. Nací con estrabismo, heredado de mi abuelo materno, y como todas o casi todas las niñas que llevaban gafas, tuve que aguantar las poco originales «cuatro ojos», «cegata», «cara de empollona» y demás lindezas que sueltan las niñas abusonas.
Nunca me achiqué. Jamás permití que se notaran mis complejos (ni ese, ni que tardaran en crecerme las tetas); pero me afectaba, por más que yo llevara la cabeza bien alta, como corresponde a una diosa, y que no me faltaran pretendientes. Me afectaba lo suficiente como para intensificar mi naturaleza tímida y conducirme, aún más, a una soledad buscada.
Imagina, pues, lo que significó para mí que en la enésima visita al oftalmólogo este anunciara que mi vista estaba curada, que ya no necesitaba gafas, que me las podía quitar.
¿Crees que me lancé por Las Ramblas para oír cómo me lanzaban piropos a mansalva?
Pues no. La verdad es que me sentí como si me hubieran arrebatado lo que había sido una especie de escudo, una barrera con la que conseguía guardar distancias. Aquellas lentes eran el cristal que cubría mi burbuja. Dar un paso fuera de ella era adentrarme en lo desconocido. Necesitaba otro empujoncito para descubrirme a mí misma, para ser yo. Enseguida te cuento cuál fue, si es que te interesa. Pero antes hablemos de ‘dismorfia’.
No arriesgues tu salud por culpa de los complejos
No acudí a una clínica de estética para aumentar mis pechos, si era eso lo que estabas pensando. Qué va.
Me produce una terrible pereza someterme a una operación de ese tipo, y no comprendo cómo hay mujeres dispuestas a operarse incluso de sus genitales para que se parezcan a los de las chicas Play Boy. En serio, así lo confesaron algunas mujeres que ofrecieron sus testimonios cuando escribí los libros de sexualidad.
El 10% de las mujeres no están a gusto con su cuerpo y padecen un trastorno llamado ‘dismorfia’, que significa ‘alteración de la forma’. Tienen una imagen distorsionada de su físico y están obsesionadas con la idea de que sufren un defecto que, en realidad, no existe.
Son datos que revela un estudio realizado por la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona y la Sociedad Española de Medicina y Cirugía Cosmética. Según el mismo informe, el 80% de las mujeres que poseen un peso adecuado a su constitución y estatura desearía adelgazar.
A ver, seamos claros: la obesidad auténtica es una enfermedad que no se cura con dietas milagrosas, ni enfrentándose sola al problema, sino acudiendo al médico especializado.
Los trastornos de la propia imagen, en cambio, no se solucionan en el quirófano, sino con una terapia psicológica adecuada.
R. C., que ocupa un cargo de directiva en uno de los principales grupos financieros del país, acudió a un grupo de psicoterapia para curar su problema de desorden alimenticio: «Para la mujer continúa siendo más difícil alcanzar el mismo puesto que el hombre en el ámbito profesional, porque nuestro trabajo no está tan bien valorado como el de ellos. En casa nos reprochan que no dediquemos más tiempo a la familia y nuestros esfuerzos por “llegar a todo” tampoco es aplaudido. En el grupo aprendí que todo esto me provocaba una gran insatisfacción y unas carencias afectivas que desembocan en unos deseos intensos y frecuentes de comer».
Como además de ser buenas profesionales, buenas madres y buenas esposas, hay que estar buena, esta adicción a la comida conduce a continuas y diversas dietas.
Consejos para vivir con tus complejos y ser como eres
Y por supuesto, mal lo tienes para superar complejos si el qué dirán o lo que piensen los demás te importa demasiado, como le sucede a Carol en esta escena de la novela Alas negras y chocolate amargo:
«Una mañana salí a la calle con los labios maquillados de rojo intenso y zapatos de salón. En la mesa de la izquierda se sentaron tres hombres con planta de abogados o empleados de banca. El del medio me echó algún que otro vistazo con claros síntomas de interés. Y en la mesa de la derecha se sentaron dos mujeres. Tendrían algunos años más que yo, no llegaban a los treinta. Vestían con la elegancia que adquieren con naturalidad las trabajadoras de la zona alta de Barcelona. Para mí que se la contagian. Una de ellas miró mis tacones finos, después mi rostro y se dirigió a la otra con un gesto de sorna. Le dio un ligero toque con el pie en la espinilla. El toque, las sonrisillas de ambas, eran gestos reales, no imaginados. La que recibió la patadita escondió la boca con el puño y cuchicheó algo a la otra, que estiraba el cuello hacia la amiga. Suerte que llevaba el libro; no sabía qué hacer, cómo moverme, dónde meterme. Me sentí derrotada. Cerré el libro y me levanté. Las piernas me temblaban. Tropecé con la pata de la mesa y de la silla. Casi me la pego.
Ya, no te parecía una de esas mujeres, ¿verdad, Fani? De esas que se creen menos que nadie. Me tenías por alguien que ignora esas estupideces. Y en algunos periodos, casi siempre, fue así. Pero por aquel entonces, ay, sí, ya lo creo que me sentí poquita cosa.»
Pero al escribir la novela, no caí en la autoficción. Yo no soy ni Carol ni Fani. En mi caso, nunca me sentí poquita cosa ni me importó demasiado la opinión ajena. Mi problema era la timidez. Quería pasar desapercibida, y eso me impedía ser yo misma, vestir, peinarme y maquillarme como realmente me gustaba y, lo más importante, desarrollar mi profesión: el periodismo.
Todo cambió cuando me fui de viaje. No me refiero a hacer turismo, sino a marcharme de casa de mis padres, de mi barrio, de mi ciudad para vivir en otra. Era lo que los médicos de antes prescribían con mucho acierto: un cambio de aires.
No fue algo buscado. La oportunidad de escapar de aquella burbuja, de lo que parecía mi zona de confort, surgió al acabar la carrera universitaria y con la concesión de una beca de prácticas. Una beca en una emisora de radio —¡cómo iba a ponerme delante de un micrófono!—, y en otra comunidad autónoma.
Allí descubrí que me gustaba mi profesión, que podía hacer un boletín informativo sin que me temblara la voz, que podía ser divertida cuando el programa de radio lo requería, que mi pelo natural era liso y no lacio —¡adiós, permanentes, adiós!—, o que tenía agallas para ponerme un abrigo charol con el que se me veían a un kilómetro de distancia, si ese abrigo me gustaba.
Cuando acabó el periodo de prácticas y regresé a casa, seguía reconciliada con mi pelo y vistiéndome como de verdad me apetecía. Para los vecinos y amigos, yo había cambiado. Para mí, había conseguido mostrarme tal como era. Había conseguido ser yo misma.
Sacarte de encima el complejo de culpa por atacar la nevera o por no dedicarte en exclusiva a la maternidad, regalarte más tiempo a ti misma y comunicar tus necesidades sin miedo a ser censurada por ello, son algunas de las estrategias que recomiendan los psicólogos para superar el estrés, las ‘depres’ y la adicción a los dulces o al pastel de queso.
Y aquí te dejo unos cuantos consejos más para descubrirte a ti misma de parte de los expertos:
➤ Empieza a interesarte por ti misma. No te confundas: ¡eso no es egoísmo! Plantéatelo de otro modo: si te sientes bien, los demás se sentirán mejor contigo.
➤ Cuando una situación te disguste, intenta observar todo cuanto sucede como si fueras una cámara de vídeo, con esa objetividad, sin implicarte emocionalmente: ¿qué te ha hecho sentir así? ¿Cómo has reaccionado? ¿De qué otro modo podrías haber actuado para sentirte mejor?
➤ Procura llevar un cuaderno de notas y escribe al final del día: qué cosas, pequeñas o grandes, han hecho que te sintieras dichosa, qué escenas te hubieran gustado eliminar.
➤ Observa con qué personas te sientes bien, con quiénes crecen las tensiones y el desánimo.
➤ Conecta con tus sentimientos, ellos serán tu mejor guía: explora y presta atención a la gama de emociones que te invade en cada momento.
➤ Aprende a delimitar los problemas, a distinguir entre aquellas decisiones que has de tomar por ti misma y la que debes negociar con otras personas.
➤ Y ante la duda, plantéate siempre: ¿qué es lo peor que puede sucederte si dices «NO» a lo que no deseas, si pides ayuda cuando lo necesitas, o te arriesgas y haces aquello que tanto te apetece?
¿Y tú qué me cuentas? ¿Qué te ayudo a superar complejos?