Sí, lo confieso, la escritura es para mí una forma de perpetrar pequeñas venganzas, y también de desahogo. Los escritores tenemos el arma más hermosa: la palabra.
Mucho cuidado conmigo, que tengo una pluma
Siempre digo que viví dos infancias: una llena de felicidad y otra menos amable. De la parte menos amable y de los años que la siguieron guardo, no sé si en la memoria o en las tripas, pequeños agravios de esos que van criando mala baba. Espinitas que quedaron dentro y que a veces, cuando un suceso o un comentario despierta el recuerdo, se remueven y vuelven a hincarse en la carne.
Posiblemente, ni nada fue tan bueno ni nada tan malo.
Pero la memoria es caprichosa, reinventa los recuerdos, se queda con unos cuantos y entierra los otros en el olvido remoto. A veces saltamos de un recuerdo a otro, como si fueran piedras que cruzan un río, para dejarnos llevar y escapar del momento presente cuando este nos incomoda o nos produce tedio.
Es más, podemos esculpir recuerdos de experiencias que no hemos vivido. Momentos en los que damos la respuesta que no supimos dar, aquella reacción que reprimimos.
Los escritores tenemos un truco para librarnos de todo aquello que no nos deja en paz. Nos disfrazamos de vengadores, cargamos nuestras plumas y perpetramos nuestra cruel venganza.
Antes, cuando escribía libros de no ficción tenía que andarme con más cuidado. A saber quién podía ofenderse cuando utilizaba testimonios reales. Pero la novela permite el camuflaje. La excusa de «no soy yo, lo piensa o lo dice el personaje».
El Carnaval de mi infancia
Hace unos días, cuando se conmemoraban los 80 años de la muerte de Antonio Machado en el exilio, se me quedó agarrado en el pecho ese último verso que José, hermano del poeta, encontró en un bolsillo de su abrigo: «Estos días azules y este sol de la infancia».
El verso de Machado me llevó a evocar esa primera infancia. La feliz. La infancia en Cádiz.
Una vez, cuando un amigo me preguntó qué recordaba de los años vividos en la ciudad en la que nací, le dije: «El calor del sol en la nuca, a la salida de la escuela».
Borrachita de añoranza busqué fotos antiguas, muchas de las cuales he logrado escanear, y en homenaje a mi Cádiz y por ser fechas carnavaleras, publiqué esta fotografía en mi cuenta de Instagram.
Yo soy la del cochecito, el que mis padres muestran al objetivo de la cámara con una sonrisa tímida.
En aquel entonces, para sortear la censura franquista, que no llevaba bien la fiesta de Carnaval, y después de unos cuantos carnavales pasados por agua, el Ayuntamiento decidió trasladar el Carnaval al mes de mayo, y lo llamaron Fiestas Típicas.
Pero Cádiz, al menos en mi memoria, siempre era una fiesta.
Cádiz no es solo la ciudad en la que nací. Es el lugar donde mi padre me enseñó a nadar, donde aprendí a leer, donde mi abuela me ayudó a memorizar la tabla de multiplicar, donde paseaba con mis primas, que peleaban entre ellas para coger mi mano. Y es también el lugar que me enseñó a reír.
Y Cádiz es el lugar donde me gustaba ponerme un disfraz.
Escribir para vengarme o para domar las emociones
He necesitado cruzar unas décadas para encontrar el modo y las ganas de disfrazarme de nuevo.
Raro es el escritor que no intenta con la ficción esto de meterse en la piel de alguno de los personajes que construimos, ni que sea un ratito, y extraer esas espinitas. Y no me refiero a despellejar vivo a alguien que te hizo daño en su momento. Aunque estoy segura de que más de un autor también lo habrá hecho.
Patricia Highsmith, por ejemplo, la gran maestra del suspense, entendía el asesinato en la literatura como una extensión de la ira. Llegó a enterarse de que no fue una hija deseada. Su madre bebió aguarrás durante el embarazo para intentar provocarse un aborto. Patricia se vengó de ella perpetrando el cuento titulado La tortuga marina, donde un niño apuñala a su madre.
Mejor escribir un asesinato que cometerlo, ¿no te parece?
Una experimenta un placer extraño cuando escribe sobre pequeños dramas. Sobre tragedias, incluso.
Hay en la escritura y en la construcción de personajes una búsqueda de una misma, como extender las manos para caminar en la oscuridad hasta encontrar a tientas a alguien que también eres tú.
También decía Graham Greene:
«La escritura es una forma de terapia, a veces me pregunto cómo hacen todos los que no escriben, componen o pintan para escapar de la locura, melancolía, el pánico y el miedo que es inherente a las situaciones humanas.»
Elisabeth Gaskell inició su carrera literaria como terapia contra la depresión que le produjo la muerte temprana de su hijo William.
Todos los escritores somos autorreferenciales. Algo así decía el protagonista de la película El ciudadano ilustre. Y es cierto, pero los lectores no deberían confundir la novela con la autobiografía.
Heridas ocultas es una novela en la que la venganza está presente, o más bien la necesidad de venganza. Y en la que también me he valido del enfoque de algún que otro personaje para disfrazarme de justiciera y plasmar algunas situaciones con intención crítica: los recortes en la Sanidad Pública, la pérdida de identidad de la ciudad a causa de la masificación turística o el elitismo de quienes estigmatizan los barrios obreros.
Ese estigma, el que sufría el barrio en el que pasé mi segunda infancia, la adolescencia y los años universitarios, es uno de los factores que influyeron en la pérdida de esa felicidad.
No son, ni mucho menos, parte de las tramas o subtramas de la novela. Son pequeñas pinceladas que hacen referencia a algún recuerdo que muerde y que necesito sacar a la luz. Y, con otras, ejerzo mi derecho al pataleo ante situaciones que no puedo cambiar.
La literatura nos permite restablecer lo que entendemos por cierta justicia o adoptar una actitud diferente frente a lo que consideramos injusto. A veces, soltar un buen zasca a quien no supimos responder en su momento, vengarnos de aquello que no podemos cambiar.
La venganza es un tema literario estupendo y muy fructífero, pero no es el asunto principal de Heridas ocultas.
Diría que el tema es el rencor. Y si la venganza puede ser amarga, el rencor es pura hiel que destruye a quien lo siente.
Por eso, a la escritura tengo tanto que agradecer. Escribir me ayuda a tomar distancia, a desquitarme, a vaciar esa mochila de agravios con la que he viajado por la vida. Escribir es una manera de asimilar la realidad y domesticar las emociones. Una tabla de salvación para muchos autores.
Y escribiendo una se venga del paso del tiempo, consigues nadar en el océano de la memoria hasta apresar ese instante, esa luz del sol en la nuca a la salida de la escuela. Revivir la felicidad recordada.
El disfraz de vengadora descansa ahora en el armario. A ver de quiénes y de qué me vengo en la próxima aventura.
El disfraz de vengadora descansa ahora en el armario. A ver de quiénes y de qué me vengo en la próxima aventura.
Eso, eso, ya pueden tener cuidado con los que escribimos. Nunca he escrito por venganza, pero no dejo de ver que resulta muy terapeútico. Así que ¡cuidadito conmigo a partir de ahora!
ResponderEliminarInspirador el artículo, Sonsoles, ya tengo material nuevo para escribir. ¡Gracias!
¡Un abrazo!
Gracias a ti por leer, Anael. Escribir también nos permite distanciarnos de los sucedido, verlo de otro modo, como quien intenta ser una cámara neutral y controlar nuestras emociones. Un saludo.
ResponderEliminarMuy acertado este texto. Yo no puedo entender la escritura de otra manera. Muchas de las situaciones descritas en mis novelas cumplen esa función que describes, aun siendo ficción. La escritura como venganza pura y dura la he ejercido solo una vez, como tú bien sabes (y espero que en un futuro no muy lejano lo sepa más gente). Y en cuanto a la escritura terapéutica, a día de hoy sigo usando de vez en cuando mis cuadernos (mi diario), algo que le recomiendo a todo el mundo, a mí me ayuda a ordenar ideas y canalizar emociones. Estoy deseando leer "Heridas ocultas". Enhorabuena, Sonsoles.
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Un saludo, Mar.
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