Nadie debería aburrirse en su propia compañía cuando aprende a disfrutar de la soledad. Entonces descubres tantos placeres en ella, que haces lo posible por conquistarla.
Soledad y creatividad para escapar de la depresión
Siempre me han extrañado las personas que no saben qué hacer cuando están solas. Yo tengo siempre un montón de cosas por hacer y que deseo hacer, y para casi todas necesito estar sola.
Bueno, sí, ya se sabe: una escritora suele procurar la soledad para escribir. «Vete a crear tu mundo en la soledad», escribió Goethe. Es como si entraras en un lugar en el que, al cerrar la puerta, puede pasar de todo, pero si alguien irrumpe ahí donde te encuentras, la magia se rompe. «Escribir es defender la soledad en la que vivo», decía María Zambrano.
Pero si busco la soledad no es solo por mi oficio.
Para algunas personas, la soledad involuntaria, la que sobreviene después de una ruptura amorosa o por un cambio que la aleja de los amigos y la familia, puede ser un factor que le conduce a sufrir una depresión. Para mí, en cambio, la soledad ha sido el lugar donde encontré la cura.
Hubo periodos de mi vida en los que en la soledad encontré abrigo cuando me sentía extraña entre la gente.
La primera vez sucedió en la adolescencia. Entonces no sabía que estaba deprimida, lo supe muchos años después, cuando el trabajo periodístico me permitió hablar con profesionales de la psicología y conocer los síntomas. Fue entonces cuando los pude identificar.
La soledad fue mi salvación, y también Dostoievski
Con quince años me sentía fuera de lugar, ya estuviera con gente de mi edad o con adultos. Me parecía vivir en un planeta extraño, o que había nacido en un tiempo que no era el mío. Por momentos, llegué a pensar que estaba en guerra con el mundo. Hasta que me operaron de los pies, primero de uno y después del otro, con un periodo de recuperación de seis meses para cada uno. Eso me impidió sumarme a fiestas y reuniones, y me vi enclaustrada en casa con la pierna escayolada.
Recuerdo el momento en que descubrí la comodidad de un butacón en el salón de mi casa familiar, el piso de mis padres, cuya altura me permitía estirar la pierna sin tener que levantarla en exceso. Ese salón que casi nunca habitábamos, que usábamos solo en navidades, y del que logré apropiarme mientras mis hermanas y mis padres veían la tele en la salita.
Eché un vistazo a la colección de libros encuadernados en piel y títulos grabados en oro que adornaban el mueble, y me llamó la atención uno de ellos: El adolescente. Una novela de Fiódor Dostoievski. Era un buen tocho. Más de 600 páginas en letra minúscula. ¿Y qué importaba? Tenía mucho tiempo por delante y una vista en perfectas condiciones.
Inicié la lectura pensando que, por muy adolescente que fuera, un muchacho nacido en Rusia a mitad del siglo XIX tendría muy poco que ver con mi persona. Me equivoqué. De pronto me vi reflejada en la angustia vital de aquel joven que daba los primeros pasos en un mundo hostil, aunque no sufriera los conflictos que él tenía con un padre al que admiraba y odiaba. Me sentí comprendida y acompañada. Dejé de sentirme sola. Y aunque no era, claro está, la primera novela que leía, sí fue la que me abrió la puerta a otro tipo de lecturas y a otro modo de leer.
Otro modo de leer, digo, para el que busqué y sigo buscando la soledad. Porque yo no leo para ser más culta, ni para aprender, ni para leer eso que lee todo el mundo, no vaya a ser que me quede fuera de onda y vuelva a sentirme sola.
Yo leo porque leer me vuelve loca, y solo sé leer en soledad.
Y si para leer necesito soledad, ni te cuento cómo la necesito para escribir.
No sé de ningún escritor que no busque el modo de aislarse. Algunos encuentran el espacio. Otros buscan el horario que le permite distanciarse del mundo. Dostoievski, sin ir más lejos, dormía de día y escribía de noche.
La ventaja de aburrirse
La mayoría de la gente menosprecia la soledad. Suelen asociarla al aburrimiento. También menosprecian los silencios y consideran sosas a las personas calladas. No saben que el mundo interior de esas personas suele ser mucho más rico y ameno que lo que les aporta los chismorreos y las conversaciones banales.
Una vez escuché decir a Carles Rexach, el exfutbolista y exentrenador, que él estaba muy bien solo porque sabía aburrirse. Que el problema de muchas personas es que no habían aprendido a aburrirse.
Me hizo gracia coincidir con alguien cuya actividad profesional estaba tan alejada de la mía.
Para escribir no solo necesito soledad, aislamiento y silencio, también hay una fase en el trabajo de la escritura en la que va bien un poco de aburrimiento. Es ahí, en ese territorio, donde la mente se pone a inventar historias y a dibujar personajes. De tal modo, que es imposible aburrirse.
Yo nunca me aburrí en mi propia compañía, supongo que por eso nunca le hice ascos a la soledad.
El aburrimiento es el terreno donde cosechas la creatividad. El refugio en el que encuentras calma, el que te aisla del ruido para encontrar la salida de un problema. Y también para combatir esa rutina que nos agobia. Oh, sí. La mayoría de las veces, cuando hablamos de rutina, nos referimos a una frenética actividad diaria que nos estresa y de la que apenas disfrutamos.
«Sin embargo, es en nuestra ociosidad, en nuestros sueños, que la verdad sumergida a veces llega a la cima», escribía Virginia Woolf en Una habitación propia.
A veces, cuando aprendes a aburrirte, a estar ociosa, eres capaz de sorprenderte, es entonces cuando la mente vuela libre y se pierde en ensoñaciones. En la oscuridad y en el silencio se alumbran las fantasías que me cuento a mí misma. Elijo cuáles dejo para mí y cuáles trasladar al papel, en anotaciones que tal vez sean un material aprovechable, un relato que otros quieran leer. Esa es la dulce soledad que ansío.
Disfrutar de la soledad para enamorarte
En soledad puedo ser yo misma, no tengo que enfrentarme al juicio de los demás. En los ratos en los que estás sola, descansas de la tensión que provocan las situaciones sociales y la necesidad de recibir el aprobado de los demás. Tensiones que acaban padeciendo la mente y el cuerpo.
Cuando sabes estar sola, un enamoramiento puede ser el comienzo de un amor auténtico, porque no es la huida de la soledad la que te arroja a los brazos de otra persona.
La soledad, aprender a disfrutar de la soledad, es un estupendo antídoto contra la dependencia emocional.
Cuando sabes disfrutar de la soledad, puedes encontrar a quien te acepta tal como eres.
Cuando aprendes a ser tú misma, sin miedo, no te colocas una máscara para ser aceptada, para acercarte a la idea que otro se ha creado de ti o para ser quien espera que seas.
Cuando aprendes a estar sola, abandonas la soledad para estar con esa persona con quien te apetece estar. Para estar con quien ríes libremente, con quien dejas de ahogar el llanto cuando quieres sacarlo a borbotones, con quien te tumbas en el sofá o paseas sin necesidad de hablar, con quien esperas encontrarte para contarle la anécdota del día. Y con quien puedes estar en un restaurante en silencio.
Te voy a contar un secreto: esas parejas que ves en los restaurantes comiendo en silencio no callan porque ya no tengan nada que decirse, no callan porque estén cansados el uno del otro. Callan porque, aun sin hablar, no se sienten solos.
La soledad es también mi aliada, pero a la vez fue una vez el motivo de mi depresión. Quizás sea contradictorio, pero es la verdad.
ResponderEliminarDisfruto de la soledad, me encanta hacer cosas en solitario como leer, escribir, cocinar... Sin embargo, cuando viví en Francia, la soledad que jamás se encontraba con compañía, el no tener a nadie con quien sentarme a tomar un café y charlar en ningún momento, me afectó mucho.
Hay que saber disfrutar de la soledad, pero con la virtud de tener compañía a la que recurrir también.
Un abrazo.
Sí, Laila, esa es la soledad que ninguno de nosotros desea. La que yo viví en la pubertad y la adolescencia fue esa en la que estás con gente pero te sientes tan distante y poco afín, que la sensación de ser una extraña es muy dolorosa. Estando sola pude entregarme a unos placeres recién descubiertos, como la lectura, y dejar que la imaginación inventara historias. Evidentemente, el colmo del bienestar me lo proporcionó encontrar amigos con quienes compartir aficiones, intercambiar impresiones, ir a ver las películas que me gustan (de adolescente llegué a ir sola por no coincidir con los gustos de mis amigas). Desde hace años, tengo una pareja que también es amante de la literatura, del cine, de los viajes y de la cultura gastronómica. Y, además, respeta esas horas de soledad que necesito para escribir. He tenido mucha suerte.
ResponderEliminar