Regreso de vacaciones con un marido que se acaba de jubilar. Vamos a pasar más tiempo juntos, y no me pienso estresar.
Un marido en mi habitación propia
Escribo estas líneas cuando M. entra en la guardería y me quedo sin el trabajo de abuela-canguro. No era esto lo que esperaba contar, pero el bajón anímico me ha bloqueado y me parece que el único modo de salir del bloqueo es soltarlo así, como quien se levanta en la sesión de terapia de grupo para confesar qué le ha llevado hasta allí.
La verdad es que volvimos de vacaciones con una mezcla de entusiasmo y de inquietud por la nueva etapa que comienza: mi pareja se acaba de jubilar. Sí, ya soy una señora de esposo jubilado, de modo que la vuelta a la rutina está siendo muy diferente a la de otros años.
En casa no tenemos repartidos los papeles según el esquema tradicional. Mi marido se ha ocupado de las tareas domésticas tanto como yo. Pero era él quien trabajaba fuera, y yo, como periodista freelance y escritora, había convertido nuestro hogar en mi habitación propia. Ya sabes, esa de la que hablaba Virginia Woolf.
Pero eso ya había cambiado antes de que llegara M., porque antes de cuidar del pequeñajo me había ocupado de mi madre, de acompañarla a las visitas médicas, de los continuos ingresos en el hospital, de las idas y venidas a Urgencias. Así que centrarme en mi trabajo es lo que menos he podido hacer en los últimos años. No lo digo como una queja. Al contrario, necesitaba pasar tiempo junto a mi madre antes de que nos dejara, y cuidar de M. ha sido la mejor medicina, el antidepresivo más eficaz para superar la pena de perder a mi madre después de verla padecer.
Los escritores necesitamos pasar mucho tiempo a solas. Porque las palabras llegan y no puedes perderte ese momento. Y si alguien ha puesto la tele, te habla o habla por teléfono, pierdes es momento. Y suele ocurrir que perder ese momento es haber perdido un día entero de escritura. Los que se toman en serio esto de escribir saben de qué hablo.
Dudo mucho que su jubilación vaya a profanar el templo en el que escribo, esa soledad de la que ya hablé en este blog, y mucho menos que me haga enfermar como les pasa al 60% de las japonesas que pintan canas y a señoras de otros lugares del planeta. Yo me niego a sufrir el síndrome del marido jubilado. ¿Sabes por qué? Porque he aprendido que solo tenemos una vida, y que hay que disfrutarla.
La soledad invadida
Recuerdo que hace años, cuando trabajaba como productora de un programa de radio, más de un invitado pedía que aplazara la entrevista, que volviera a llamarlo al cabo de un tiempo, el que necesitaba para concentrarse y acabar el libro que escribía.
Cuando comencé a escribir libros entendí a aquellas personas (hombres, los que sabían decir «no» casi siempre eran hombres). Durante una buena temporada necesitas sumergir tu mente en la historia que escribes y en sus personajes. Y salir de ahí para acudir a un programa de radio, para el que también tienes que poner tiempo y energías (y controlar los nervios), te parte algo más que la mañana.
Pero luego llega la vida y te pega un bofetón con toda la mano abierta. Y no es que te parta algo más que la tarde o la mañana, te parte el año entero. O, como en mi caso, tres.
Así que lo de planificar esta nueva etapa vital para que no te estorbe el marido en casa como aconsejan los psicólogos… pues, bueno, no lo discuto. Me parece bien. Es que sé que luego viene la vida misma y te jode los planes. Y, créeme, como pretenda joderte, lo hace a lo grande.
Cuando llegas a esa edad en la que la vista se cansa demasiado, te das cuenta de que ser feliz era tirarte al suelo con tu abuela para partir almendras sin pegarte en el dedo con el martillo y que el abuelo te explique bajo las parras con qué uvas se hace el vino blanco y con cuál el tinto.
Quiero decir que tener una habitación propia en la que poder escribir, que es el trabajo que más me gusta, está muy bien. Pero que interrumpirlo para contemplar el momento en que M. descubre el sabor del helado, con los párpados cerrados y la cabeza hacia atrás al borde del éxtasis, todavía está mejor.
Este verano se ha vuelto loco con las gallinas y pavos de las granjas, con las cabras, las ovejas, los caballos. Con el canto del gallo. Con la lagartija que se esconde en el buzón de la casa. Ya imita los sonidos de todos los animales. Pasear con M. por el pueblo de mi padre ha sido volver a la aldea que fue antes de este modelo de turismo que lo transforma todo.
Y volver, volver para vivir
Cuando has pasado por un periodo de dolor emocional que te aboca a una crisis interna y al desasosiego de imaginar cómo será tu deterioro físico, escribir es una buena terapia. Te ayuda a sobreponerte, a reconstruirte con los fragmentos de los personajes y las vidas inventadas. Pero cuidar, jugar, enseñar a quien da los primeros pasos en el mundo te devuelve la alegría, y la vida recupera su sentido, como si después de un fuerte resfriado, volvieras a percibir el sabor de tu plato favorito.
Una vez alcancé el éxito profesional, rocé la fama y el reconocimiento con un libro que llegó a siete ediciones. Salía en la televisión, me entrevistaban en las emisoras de radio, me fotografiaban para revistas. Fue bonito, pero en absoluto comparable con la embriaguez de los primeros abrazos de M., cuando espontáneamente te echa los bracitos alrededor del cuello.
Por eso ahora escribo con la esperanza de que la vida me interrumpa con la voz de ese pequeñín que ya canturrea y las propuestas de su abuelo, de mi marido jubilado. Porque el éxito está muy bien, pero viene acompañado de envidias y decepciones de quienes creías tus amigos. Y, la verdad, una ya no está para la tontería esa de ser competitiva.
Si la vida tiene que pasar por delante de los ojos, voy a agenciarme una silla en primera fila para no perderme nada. A la única estrella fugaz que vi este verano le pedí salud para que podamos participar de ese espectáculo hasta el capítulo final.
Decía Vittorio Gassman, a pesar de su miedo a envejecer, que los cincuenta era la edad más hermosa, y yo estoy dispuesta a permitir que lo sea aun con los sofocos. Tengo una caja que guarda el material para el nuevo proyecto, una nueva historia que comienza a apropiarse de mí. Mi marido va al mercado y prepara la comida, por lo que gano tiempo para escribir. Pero quiero escapar de la habitación propia las veces que sean necesarias. Quiero ir en busca de M. a la guardería, quiero interrumpir la escritura para ver una película en el día del espectador, probar el menú de un restaurante entresemana y aprovechar la temporada baja para viajar. Porque en este nuevo curso que comienza la asignatura más importante es vivir, y a ella voy a prestar la máxima atención.
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