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¿Serás tú la persona que convertiré en personaje?

Un día de estos, estaré desayunando en un bar, te sentarás en la mesa de al lado y acabarás en una de mis novelas.

convertir una persona real en personaje de la novela

Cada vez que publico una novela aparece alguien que se pasa de listo y da por seguro que la protagonista del libro o una de ellas soy yo. 

Casi todos los personajes que invento tiene alguna característica mía: Fani se muerde las pieles de los dedos como me las muerdo yo, a Ana le cuesta decir «te quiero» como me cuesta a mí… pero ninguno de esos personajes soy yo. Ni siquiera la Gloria de Como la seda que, al igual que yo, se emparejó con un hombre divorciado. 

Una escritora tiene que insuflar vida a un personaje y para ello necesita un barro con el que modelarlo. Y ese barro suele ser una persona real. Qué pobres serían las historias que escribimos si todos lo que las protagonizan se comportaran, se movieran y se expresaran como sus autores. 

¿Serás tú un personaje de mi novela?

«Crear personajes es un acto de magia», escribió una vez Mercè Rodoreda. Pero los personajes de mis historias no siempre surgen de la nada absoluta. 

Durante años me crucé a menudo en el barrio donde vivo con una mujer a la que calculo más de 60 años, y cuya forma de vestir nada tenía que ver con la habitual por estas calles del extrarradio. 

Su pelo, muy corto, teñido de platino, y vestidos o trajes extremados que, no por ser llamativos, carecían de elegancia. 

Tal vez fue su manera de caminar, la mirada, alguna sonrisa enigmática que me regaló si me cazó observándola o un movimiento casi imperceptible de su rostro que me produjo impresión, no sé, no puedo decir que fue lo que me llevó a decidir que tenía que acabar en una de mis novelas. 

El hecho es que acabé convirtiéndola en personaje. 

Ella es Bibian Lenoir en Heridas ocultas

Ya había sido elegida como tal antes del día en que la encontré cuando tomé la Línea 9 del metro en la parada cerca de casa. Un trayecto de quince minutos en el que coincidí con ella. Se sentó frente a mí, y, pese a que me cuesta tomar tantas notas visuales de alguien por miedo a resultar grosera, saqué el cuaderno de notas y comencé a escribir. 

Se había vestido a la perfección para ser la Bibian Lenoir que el inspector Gaya visitaría: chaqueta y falda, medias de rejilla, zapatos de tacón y una pequeña horquilla que sujetaba un mechón del cabello platino. Toda ella era una explosión de azules que solamente esa mujer era capaz de combinar en un equilibrio arriesgado. 

¿Se había vestido para mí? Juro que llegué a pensarlo.

«Bibian Lenoir sonreía a Ángel Gaya con cierta condescendencia. Gaya contemplaba la inteligencia en la mirada de la mujer y juzgó que había sabido envejecer; mucho mejor que algunas de las que triunfaban en televisión vendiendo trapos sucios e inventándose historias personales.

Ya no quedaba nada de la melena que alcanzaba su cintura en los setenta, a excepción del color, el rubio platino. Llevaba el pelo muy rapado menos en la cúspide de la cabeza. Sobre la frente, una horquilla de clip sujetaba unos mechones y una florecilla lila. Vestía un traje de colores azules, marino la falda y azul Francia la chaqueta. También eran azules las medias de rejilla. Unos zapatos de tacones fijos con estampado de flores completaban el vestuario.»

No he vuelto a verla desde aquella mañana. Se esfumó.

Las relaciones humanas, las de la gente corriente y anónima, han sido siempre el material con el escribo, ya sea un libro de no ficción o una novela. Y no siempre soy tan amable con esos personajes como lo fui con Bibian Lenoir. 

No es nada personal, solo es una novela

Los escritores corremos el peligro de encariñarnos con los personajes. Nos da miedo traicionarlos, hacerles la vida imposible para que la trama sea interesante, mostrar sus sombras, la fealdad de su alma, ese lado oscuro que los convierte en seres creíbles e interesantes. Por eso, no nos acercarnos mucho a las personas que los inspiran. Al menos, así lo prefiero yo. 

Aunque hay otros motivos que hacen recomendable no acercarte mucho a las personas protagonistas de historias verdaderas: seguro que has oído alguna vez eso de «no dejes que la realidad te estropee una buena historia». 

Pues eso. 

No quise conocer a la mujer cuya historia fue el germen de Alas negras y chocolate amargo. Yo quería que mi Carol fuera fruto de mi imaginación. No quería sentirme comprometida a contar la versión real de los hechos. Tal vez algún día conozca a esa mujer. Tal vez ese día piense que cometí un error. O tal vez confirme esa teoría de que no es conveniente que la realidad se entrometa en los cuentos que inventamos. 

Meterme en la piel del personaje

Digo que no conviene que el escritor se acerque mucho a la persona que le inspira un personaje, pero cierto conocimiento previo sí es necesario. ¿Cómo habría podido meterme en la piel de Jorge Juliana si jamás hubiese contemplado la angustia de un hombre que teme perder a su mujer por el error que ha cometido? 

¿Cómo, si yo no he pasado por ese trago? ¿Cómo, si ni siquiera soy un hombre? ¡Cómo! 

¿Y cómo iba a construir el personaje de Ángel Gaya sin conocer a alguien que me sirviera como material para esculpirlo? Oh, sí, el inspector de Heridas ocultas también está inspirado en un policía que conocí en cierta ocasión. Un inspector a quien entrevisté para otro libro, para los relatos reunidos bajo el título Encuentros con chispa. Sin embargo, no vas a encontrarlo en ninguno de los relatos que componen ese libro. 

He recordado muchas veces la conversación que mantuvimos, la grata impresión que me causó aquel hombre. Sentía ganas de hablar de él, de mostrar con palabras su ternura, pero su historia en la agencia matrimonial, aunque había acabado de forma exitosa, no encajaba en el libro. En cambio, otros aspectos de su vida eran un material fabuloso para una novela negra como Heridas ocultas. No lo supe hasta que me di cuenta de que necesitaba un detective en esa historia que me serviría de hilo conductor, aunque la trama no fuera detectivesca. 

Para ser fiel a mí misma, tenía que huir de arquetipos literarios. Los detesto. El policía de mi novela no podía ser alcohólico ni alguien con problemas para mantener a raya la ira. ¿Qué policías había conocido a lo largo de mi vida? Aquel inspector no era el único, pero fue el primero que vino a mi mente, y al fin podía darle el lugar que merecía en las páginas de un libro. Era una carga que llevaba conmigo desde hacía años, y había llegado el momento de soltarla. No fui consciente de que arrastraba el sentimiento de haber cometido una injusticia (más imaginaria que real) hasta que lo busqué en mi memoria y Ángel Gaya comenzó a tomar forma. 

Y así llega el día en que pongo punto y final al último borrador, y tengo que despedirme de todos esos personajes con cuya piel tuve que vestirme para hacerles sentir y actuar en esa historia de modo que fuera verosímil. Yo siento esa tristeza de la que hablan otros escritores al alejarse de sus personajes, pero también alivio. Llega un momento en que bastante tengo con mis dramas para tener que cargar con los de esos personajes durante mucho tiempo. Y escribir una novela me puede llevar uno, dos o tres años de trabajo. 

Un día, cuando he logrado tomar distancia de todos ellos, después de la publicación de esa novela, alguien, hombre o mujer, me escribe o se acerca a mí en un acto de presentación del libro, y me dice: «Has escrito la mitad de mi vida». 

Y, ¿sabes?, tiene mucha gracia, porque es la primera vez que veo a la persona que me lo dice. No es aquel, no es aquella que un día se sentó frente a mí y me inspiró ese personaje. 

descarga aquí la novela negra Heridas ocultas de Sonsoles Fuentes

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