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Gracia gaditana, mi lengua materna

Mi madre hablaba un idioma universal. Fíjate si era universal que hasta unas jovencitas japonesas que conocimos en Roma fueron capaces de comprenderla.

La gracia gaditana, mi lengua materna

«Mírame, hijo. Anda, mírame», eso decía mi madre a mi padre en el instante de la boda que atrapó esta fotografía que ves arriba.

«Y por eso se echaron a reír todos», seguía contando mi madre cuando mirábamos las fotos del álbum.

Esto, así, escrito, no tiene gracia. Lo sé. A no ser que hayas conocido a mi madre. Quien la conoció, al leer esto y mirar esa imagen, sabe que sí la tiene. Porque a mi madre había que oírla para contagiarse del humor, de su humor gaditano. Porque era en el hablar donde estaba el sentido del humor más que en las palabras.

Algunos de los que leéis este blog conocisteis a mi madre, y sé que os habréis sonreído. Sé que en vuestras cabezas habrá sonado esa cantinela. Porque el hablar gaditano es música.

De hecho, si me pongo a recordar, mi madre no tenía mucha gracia contando chistes. Pero te reías de la espontaneidad con que expresaba una opinión y de esa musiquilla con la que entonaba una frase.

Que la gracia de mi madre no estuviera en lo que decía sino en esa melodía convierte mi lengua materna en un idioma universal. Con mi madre te reías aunque fueras una turista japonesa en Roma. Y así quedó demostrado en esta foto que ves debajo de estas líneas.

El hablar de mi madre, la musicalidad gaditana, es una lengua universal

¿Qué hacen dos jovencitas japonesas fotografiándose con mi madre en la Fontana de Trevi?

Mi lengua materna es un idioma universal

Sucedió en la segunda visita que mi marido y yo hicimos a Roma, y nos llevamos a mis padres. 

«Id pensando en qué deseo vais a pedir a la fontana», les decíamos entre las callejuelas, de camino a la plaza.

Nunca olvidaré la sorpresa y admiración en los rostros de mis padres cuando vieron la fontana. Echaron sus monedas, pidieron sus deseos en silencio y nos hicimos fotos. 

Era el año 2007, cuando aún no fotografiábamos con los móviles, pero sí con las cámaras digitales. Y con una de esas pequeñas cámaras se acercaron las chicas de la foto a pedirme que las fotografiara. Posaron juntas tirando sus moneditas. Tomé la foto, y les mostré la pantalla para que comprobarán si les gustaba. Asintieron sonrientes. Y ahí intervino mi madre, que de inglés no decía una palabra y de japonés, ya me dirás tú. Pero ella les hizo un gesto con la manita mientras soltaba un “a ver, a ver”, y dio su bendición: «Muy bien, habéis quedao guapísimas».

Las chicas, que de español no sabían ni papa y del habla andaluz, ya me dirás tú, se miraron sonrientes y preguntaron si podían hacerse una foto con mi madre. Y mientras yo las fotografiaba, mi cuñado Ángel, que también nos acompañaba, tomó la instantánea que publico aquí. 

Dos meses después, cuando salí de hacerme una prueba médica y la doctora dijo que no tenía nada grave, mi madre me confesó que fue eso lo que pidió al espíritu o lo que sea que otorga los deseos al arrojar la moneda a la Fontana de Trevi.

La lengua gaditana es así. El drama y la comedia van siempre de la mano.

Ríes y lloras en la lengua de tu madre

Lo dice un estudio de la Universidad de Wurzburg (Alemania): un bebé de Francia no llora igual que un bebé alemán. 

Para llegar a esta conclusión, el equipo dirigido por Kathleen Wermke registró y analizó los llantos de 60 recién nacidos sanos, 30 nacidos en familias de habla francesa y 30 en familias de habla alemana, cuando tenían entre tres y cinco días. 

La investigación reveló que existían claras diferencias ente las melodías del llanto de los recién nacidos según cuál era su lengua materna. En concreto, los recién nacidos franceses tienden a llorar con un perfil melódico ascendente mientras que los alemanes parecen preferir uno descendente en su llanto. Estos patrones melódicos son coherentes con las diferencias características entre los dos idiomas. 

¿Y por qué materno y no paterno? Supongo que imaginas el motivo: porque los bebés captan la melodía del habla de la madre durante el tiempo que están en el vientre. 

La doctora Wermke cree que imitar el habla de la madre es una manera que tienen los bebés de fomentar los lazos afectivos con ella, porque, ya desde los meses de embarazo, perciben el contenido emocional de los mensajes que la madre les envía mediante la entonación.

Durante sus primeros meses de vida, Martí se asustaba y lloraba al escuchar la carcajada de la madre. Ahora que acaba de cumplir dos añitos, suelta las mismas carcajadas escandalosas que ella. 

Y, a veces, también cuando yo quiero soltar algo con gracia, en la línea del sentido del humor de mi madre, me sale el acento de mi Cádiz que creía haber perdido, como si se abriera una rendija por la que asomara la belleza de mi tierra. Una melodía que forma parte de mi identidad, aunque no sea lo que me define, porque lo que me define es mucho más complejo. 

Pero, por más universal que sea el habla gaditano, no todo el mundo lo entiende. 

Y hay que tener gracia, y hay que ser gracioso, pero no un malaje

No todos los que conocieron a mi madre supieron reír con sus gracias. Porque para entender y pillar el buen sentido del humor hay que tener dos cosas: inteligencia y respeto. 

Inteligencia para apreciar la riqueza y el valor incalculable de nuestras hablas.

Recuerdo el «¿Eing?», con mueca despectiva, de alguna que otra persona al no comprender un comentario de mi madre, gente convencida de que el habla de mi madre y el andaluz, en general, es el castellano mal hablado. Y no es que fuese necesario ser andaluz para entenderla, porque hemos tenido vecinos catalanoparlantes que se partían de risa con ella. 

Con ella. No de ella. 

Y, fíjate tú, que hasta dos chicas japonesas fueron capaces de pillar su gracia.

En cambio, los que no captan esa melodía de mi madre y la gracia gaditana suelen ser los mismos que se divierten mucho riéndose de los demás. Son los que confunden la burla con el humor. Y, como decía aquel tipo de la película Good morning, Vietnam!, «hay que tener gracia, hay que ser gracioso», pero burlarse de los demás jamás tuvo puñetera gracia para el gaditano profundo. 

La burla es cosa de malajes. Malaje, palabra que viene de mal ángel: persona desagradable, que tiene mala sombra. 

El malaje utiliza el supuesto humor de forma hiriente. Y gente malaje no falta ni en Cádiz ni en el resto de Andalucía. Ya lo creo que los hay. Ya sea para reírse de un habla, como los que hacen chistes con voz de gangoso o de tartamudo, como los que sueltan palabras que hacen daño. Es lo que se llama abuso verbal. Y eso no tiene nada que ver con la gracia gaditana.

Tampoco es que los que no aguantamos este tipo de bromas seamos unos pejigueras. La burla es un trato vejatorio, y no tiene nada que ver con la crítica, la ironía o la sátira.

Las críticas con ironía son propias del carnaval gaditano y sus chirigotas. Las burlas y las bromas las hacen, más bien, la gente cargante. O, como diría mi madre, una persona jartible

Un gaditano de verdad es una persona muy seria que, a la hora de reírse, se ríe de sí misma. Para conseguir un gracejo como el de mi madre han sido necesarios muchos siglos de mezcla de todas las razas que poblaron la ciudad, una fusión cultural en vena que no permite imitaciones. 

En busca de la voz propia

En su libro El huerto de Emerson, Luis Landero escribe una plegaria:

«Y no permitas, señor, que olvide el lenguaje oral que oía de niño, recuérdame que esa y no otra es mi mejor escuela literaria, que allí mejor que en ningún libro está la música de la lengua, sus inagotables melodías, sus múltiples ritmos y registros, su verdadero genio.»

Cuando leí esto me vino a la memoria algo que había quedado guardado en ese rincón donde desplazamos sucesos lejanos que preferimos no tomarnos muy en serio. Sobre todo porque ese suceso nos causa cierta vergüenza.

Sucedió cuando era una estudiante universitaria. 

En aquel entonces yo hablaba muy bien para mis oídos y pensaba que era muy inteligente. Supongo que me tenía por sabia. Tenía una amiga en la facultad, que hablaba aún mejor que yo, con quien pasaba largos ratos y que venía a menudo a mi casa, a la de mis padres.

Un fin de semana en que se quedó mi compañera universitaria como invitada, mantuvimos largas conversaciones sobre literatura y no recuerdo qué otros temas. Mi amiga y yo. Sin que ni mis hermanas ni mis padres intervinieran. Ellos no habían pisado la universidad. A duras penas consiguió mi madre que la enseñaran algo más que a leer y escribir. 

Un par de días después de que mi amiga se fuera, estaba sentada en la salita con el mando de la tele en la mano, mientras mi madre hacía ganchillo. Y, como quien no quiere la cosa, me soltó estas palabras: «Tener cultura está muy bien. A mí me habría gustado mucho estudiar. Pero hay que saber hablar a la gente para que te entienda. Porque según dónde trabajes como periodista, si la gente a la que vas a hablar no te entiende, toda esa cultura no sirve de nada».
 
Entonces bajé rodando de esa cima de la intelectualidad y la arrogancia a la que había subido, como si me hubieran pegado un empujón. El que merecía.

Aquello se me quedó grabado y se reproducía en mi cerebro cuando preparaba guiones para la radio. Cuando los escribía para la televisión. Cuando presenté mis primeros artículos al Magazine de La Vanguardia.

Gracias a tener presente esa lección de mi madre, me pidieron colaboración en una nueva colección de libros prácticos para una gran editorial, libros dirigidos a personas que tenían un problema, que igual podía trabajar como investigadora en un centro de biología que como cajera en un súper. Todas esas lectoras tenían que entenderlo porque lo importante era atender su situación. No se trataba de impresionar a nadie.

¿Recuerdas aquello de decía Groucho en aquella película de los hermanos Max?:  «Pues claro que lo entiendo, hasta un niño de cinco años sería capaz de entender esto. ¡Que me traigan un niño de cinco años!» Pues eso, quien me leyera no tenía que necesitar traducción, que para eso vengo de una madre a la que hasta unas japonesas entendían.
 
Y si aportaba mi sentido del humor, la gracia gaditana y unas notas de socarronería gallega heredada de mi padre, mucho mejor.

Se trataba de escribir con sencillez pero con gracia, como aconseja el bardo inglés en Hamlet: «Sé sencillo, pero en modo alguno vulgar.» 

Y así inicié mi aventura literaria.

Con el paso del tiempo, me di cuenta de que había tenido que escuchar de nuevo la lengua materna, esa música, para encontrar la voz propia.

Gracias infinitas a la lengua de mi madre.


puedes descargar aquí Alas negras y chocolate amargo, de Sonsoles Fuentes

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